El túnel de Bunker podría ser considerado una leyenda urbana si no fuera por quienes podemos dar testimonio directo de nuestras experiencias en sus penumbras.

En su momento, Bunker fue la discoteca gay más grande de Buenos Aires (o el boliche, como dicen los porteños). Ubicado en la calle Anchorena, abrió sus puertas a fines de los años 80 y durante más de una década se consolidó como un lugar emblemático, al que acudían gays de toda Argentina y de países vecinos.

Si alguien escribiera la historia de este lugar, probablemente trazaría un paralelismo entre el ascenso democrático y los avances en derechos civiles en Argentina (la democracia había reemplazado a la dictadura en 1983) y el surgimiento de Bunker.

Cuando la discoteca abrió en 1988, la epidemia del VIH estaba en pleno auge. El activismo LGBTQ+ luchaba por políticas públicas para salvar vidas y enfrentaba la represión policial, aún vigente bajo los edictos heredados de la dictadura.

En sus inicios, Bunker fue un refugio y una fuente de recursos económicos para el activismo. Con el cambio de década, el enfoque pasó de la conciencia política de los 80 al hedonismo de los 90, pero la discoteca mantuvo su estatus como un lugar sagrado para las disidencias sexuales.

Sin embargo, este artículo no pretende ser una crónica de Bunker, sino de un mito dentro del mito: su famoso túnel.

A pesar de su nombre, el túnel de Bunker no era un túnel en sentido literal. Fue, en realidad, el primer backroom o darkroom de Buenos Aires. Tal fue su impacto que el término “túnel” se incorporó al vocabulario local como sinónimo de estos espacios. Mientras en España se les llama “cuartos oscuros”, en Buenos Aires hablamos de “túneles”.

No puedo precisar con exactitud los hitos de su evolución arquitectónica, en parte porque Bunker coincidió con una etapa de mi vida marcada por la experimentación de consumos varios. Mi memoria, ya de por sí legendariamente mala, se vuelve aún más difusa en ese contexto.

En sus primeros años, el túnel de Bunker era un pequeño cuarto debajo del escenario, destinado inicialmente a los artistas. Cuando no había shows, ese espacio quedaba vacío, y su entrada, cubierta apenas por una cortina, comenzó a ser usada con otros fines. Con el tiempo, la administración colocó una puerta con candado para controlar el acceso, pero el concepto del túnel ya había nacido.

Con el crecimiento del boliche, el diseño del túnel también evolucionó. En una remodelación, el escenario fue elevado y se construyó un pasillo en forma de herradura detrás de él. Aunque la luz que rebotaba en las paredes impedía la oscuridad total, este pasillo se convirtió en un punto de encuentro para quienes buscaban explorar su sexualidad en la semi-penumbra.

Esta versión del túnel duró varios años, sobreviviendo múltiples renovaciones. Sin embargo, fue la última transformación la que llevó el concepto a su apogeo: la construcción de un puente elevado detrás del escenario.

El nuevo puente era una estructura amplia y curva, con escaleras de acceso en ambos extremos y aperturas que dejaban pasar la luz de la pista de baile y los espectáculos. Pero el verdadero túnel, el espacio donde la oscuridad era casi total, se encontraba en el rincón trasero izquierdo, donde menos llegaba la luz.

El túnel de Bunker y Alicia en Wonderland

El túnel de Bunker fue mucho más que un espacio físico. Para muchos, representó un territorio de libertad y transgresión en una época de lucha y resistencia. Hoy, su memoria persiste como un símbolo de la rica historia de la comunidad gay porteña y su eterna búsqueda de lugares donde ser, desear y existir plenamente.

Las sombras del túnel ocultaron más que secretos; fueron testigo de encuentros cargados de adrenalina, códigos tácitos y rituales inesperados. ¿Cómo se gestaban estas aventuras? ¿Qué dinámicas surgían en esos espacios de deseo colectivo? No te pierdas los próximos artículos, donde exploraremos, sin censura, todos los detalles que tanto te intrigan.

No te pierdas.

Hasta la próxima pinga, amig@s!