Los ahogados es nuestro segundo intento de escribir una historia imaginaria. Espero que les guste.

Los Ahogados

los ahogados

Los vecinos estaban conmocionados. Ese sábado, las ediciones vespertinas de la prensa escrita y televisada de Buenos Aires reflejaban el escándalo en sus titulares: “Misterio en el Barrio de Congreso”, “¿Otro asesinato de homosexuales?”, “Vecina de abajo encuentra dos putos muertos”, y otros por el estilo.

Esa mañana, una viejita se había levantado para empezar su día doliente de jubilada, cuando se encontró con goteras chorreando un líquido extraño. No parecía agua. Era más oscuro, y tenía un olor suave pero desagradable, una mezcla de amoníaco y cerveza. Alarmada, subió corriendo las escaleras (todo lo que una viejita jubilada puede correr) para golpear la puerta de su vecino, sin esperar el ascensor.

En el departamento de arriba, vivía un muchacho solo. Era gay, y casi todos los vecinos lo adoraban porque siempre era muy amable, pagaba las expensas puntualmente, y era un tarotista talentoso que les tiraba las cartas con descuento.

Otros no lo querían tanto. El muchacho era promiscuo y con mucha frecuencia era visto con extraños que, obviamente, no venían a que les tiraran las cartas. Pero como el chico era popular y nunca había pasado nada, se callaban la boca. No había pasado nada hasta esa mañana, claro.

La viejita golpeó y golpeó la puerta sin resultados. Enloquecida de preocupación, porque las viejitas tienden a preocuparse demás, pero también porque apreciaba al muchacho y porque el líquido no paraba de gotear y su departamento estaba empezando a anegarse, llamó a la policía. Eran los 80s, en esa época no se llamaba a la policía por cualquier cosa en Buenos Aires.

Cuando los agentes llegaron y tampoco obtuvieron respuesta, llamaron a los bomberos, que abrieron la puerta a hachazos. Parte de lo que encontraron se filtró a la prensa y a los chismosos del barrio, de ahí los titulares de la prensa local. Se filtró que encontraron a dos hombres abotonados, muertos. Se filtró que estaban en la cama totalmente empapada, y el dormitorio lleno de charcos del líquido que no parecía ser agua.

Si hubieran accedido al informe de la médica forense que hizo la autopsia más tarde, parte del misterio hubiera quedado resuelto. 

Todo empezó el día anterior. Retrocedamos en el tiempo…

La loca frenó en la esquina, y suspiró, perdida en pensamientos oscuros. Había desperdiciado toda la tarde en Lavalle. Bajando y subiendo, subiendo y bajando la peatonal buscando macho inútilmente. Estaba cansada y deprimida, odiaba sentirse no deseada.

Estaba preciosa. Llevaba una remera ajustada, estampada con la cara de Federico Moura en el frente y la palabra VIRUS en gigantes y relampagueantes mayúsculas verdes en la espalda. Justo arriba de los ojos de Federico, que brillaban de purpurina dorada, sobresalían sus tetitas, minúsculas pero prominentes en su pequeñez. 

A sus machos les encantaban. Por eso, la loca amaba sus tetitas. Estaba muy orgullosa de ellas, que eran 100% natural, el producto de horas y horas de succión con las ventosas que heredó de su abuela uruguaya. 

Buscó un banco libre en la Plaza San Martín. Quería recuperarse un poco del agotamiento físico antes de seguir. Se sentó y dejó que la brisa la rescatara del calor de Buenos Aires. Estaba en buen estado físico, en unos minutos estaría lista para seguir.

Recuperar su ánimo iba a ser casi igual de fácil. Siempre le pasaba lo mismo cuando el yiro era infructuoso. Que ningún hombre se le acercara la llenaba de amargura, pero la frustración se disipaba en cuanto encontraba un macho que quisiera estar con ella. Recordó que las cartas nunca le fallaban, y le habían anunciado una cogida espectacular.

La imagen de una pija en su culo la llenó de esperanza y la impulsó a saltar del banco. Los baños de la Estación Retiro eran casi tan infalibles como las cartas, y estaban a apenas unos minutos. 

Se fundió con la corriente de trabajadores que iban a la estación de tren, apurados por volver a sus casas y empezar el fin de semana. La estampida de los viernes. Se dejó llevar por la multitud, respirando sus alientos gastados y sus cuerpos transpirados, sin espacio para evitar el contacto. 

Había caído un diluvio la noche anterior, de esos que inundaban medio Buenos Aires. La esquina parecía una laguna oscura y aceitosa, humeante. El calor del asfalto se sumaba al calor del aire, y el vaho del agua evaporándose hacía que la humedad fuera asfixiante. Todos trataban, inútilmente, de no pisar esa mugre, y la muchedumbre serpenteaba siguiendo los bordes del agua, todavía más apretada en su asco agobiado, tratando de esquivar las olas creadas por el tráfico.

Olía los sobacos de los laburantes, sus conchas, sus culos, sus pijas. Olfateaba los cuerpos pero no veía lo que olía. En su angustia de loca despechada, veía ríos de machos y a ella misma buceando en lo profundo de su sudor. Después de todo, estaba empapada; todos estaban ensopados en el infernal verano porteño. Y la loca alucinaba, caliente, imaginándose que todo ese sudor era la baba de una orgía sumergida.

Dobló a la izquierda, entrando al hall del Ferrocarril Mitre, y enfiló hacia los baños. Se estaba preparando mentalmente para el cambio. Después del aroma agrio de los cuerpos transpirados, se resignaba al hedor del meo, la mierda, y los pedos, condimentados por el cloro y los desinfectantes perfumados que usaban los encargados de la limpieza. No era lo que su nariz prefería, pero de todos modos, en un reflejo pavloviano de visitante frecuente, su culo empezó a salivar.

Nunca llegó a entrar. Parado en la entrada, el Rosarino le sonreía y empezaba a caminar hacia ella. Su culo dejó de salivar para derretirse de anticipación. Las cartas siempre tenían razón.

El Rosarino era un taxi boy que había conocido en la calle Lavalle. El pibe vivía en la ciudad santafesina y venía a la capital los fines de semana para trabajar la calle. Para los 19 añitos que tenía, era un macho hermoso. Alto, narigón, de cuerpo naturalmente atlético, piernas y nalgas de futbolista, y la sonrisa de un galán de telenovela. Cuando se desnudaba, brillaba su cuerpo con la belleza de la frescura adolescente. Pero si estaba vestido, su rostro y sus manos enormes reflejaban las marcas de la vida dura de la pobreza. Parecía más hombre.

La loca no tenía dinero, pero el Rosarino se conformaba con poco cuando tenía buena onda con un levante. A veces todo lo que le pedía era la cena, o un porro, o una tirada de cartas, o lugar para pasar la noche. A cambio, siempre le había dado excelentes cogidas. Excelentes y múltiples, el chico siempre estaba caliente y dispuesto, y era capaz de acabar varias veces en menos de una hora.

Como recién había llegado de Rosario, la Loca lo invitó con un bocado rápido. A la salida de la estación, compraron una bolsa de esos chipás gigantes que venden los paraguayos en la calle, unas latas de cerveza, y saltaron en un bondi para ir al departamento de la Loca en Congreso. 

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Vivía en uno de esos edificios viejos, que originalmente no tenían ascensor. Lo agregaron posteriormente, en una jaula rodeada por las escaleras. Empezaron a besarse allí sin importarles que los vecinos pudieran verlos. Ya estaban acostumbrados, y los que se quejaban eran muy pocos. 

El Rosarino era un chico encantador, y aunque besaba muy bien y la Loca estaba con el culo que le ardía de ganas, se pusieron a charlar y tomar cerveza alargando la preliminar. Tenían buena onda, hacía mucho que no se veían, y la heladera estaba llena de botellas de Quilmes.

Entre cervezas, y chupadas de pija, y besos, y chupadas de orto, se pusieron al tanto de sus vidas. 

“este lunes tengo una entrevista para trabajar en Blockbuster ah qué bien que me la chupás así que este fin de semana quiero ver si puedo juntar para comprarme zapatos y una corbata vení que te como el ojete un rato ay qué rico te deseo suerte después vemos qué dicen las cartas esta semana tuve clientes extra y te puedo pagar tu tarifa a mí me faltan dos materias y me recibo de psicóloga imaginate las cosas que vamos a hacer en el diván cuando tenga mi consultorio estuviste practicando? me lo estás comiendo mejor que nunca y qué rica que está esta cerveza lástima que se terminó nunca había probado Brahma fiel a la Quilmes siempre yo como buena loca argentina esperá que tengo más en la heladera ay bueno basta te la quiero chupar otro rato qué bueno no tengo ningún compinche que sea psicólogo te voy a contar mis sueños para que los descifres y nos hagamos millonarios apostando en la quiniela despacio que me vas a hacer acabar cómo que nunca habías probado la Brahma es riquísima la empezaron a importar de Brasil hace poco los brasucas saben lo que hacen un día te voy a traer de Rosario la cerveza Santa Fe que tomamos allá dale vení que te quiero dar un pete yo a vos ahora linda ay qué te está pasando será la cerveza lo único que falta es que también me pidas que te coma el culo ay tené cuidado que me la estás chupando muy bien y si me llegás a hacer acabar yo no soy multiorgásmica como vos y me encantaría que me cuentes tus sueños aunque te adelanto que te vas a desilusionar porque tu plan para que nos volvamos millonarios no es muy bueno que digamos dame un beso con gusto a pija y birra hermoso”

Y así siguieron por un rato, hasta que se quedaron sin novedades que contarse y sin cerveza para tomar. Naturalmente, derivaron hacia el dormitorio y pasaron a los bifes.

Siempre terminaban igual. La última acabada era siempre con la Loca boca abajo y el Rosarino arriba, clavándola. Estallaron en orgasmos simultáneos, y se quedaron charlando, el Rosarino relajándose con su pija todavía adentro del culo de ella. Siguieron donde la habían dejado, y hacían planes sobre los videocasetes de pelis de ciencia ficción que el Rosarino se iba a afanar de su Blockbuster para agregarlos a la colección de la Loca, o sobre la posibilidad de que se mudara a Buenos Aires y trabajara de asistente cuando ella tuviera su propio consultorio de psicoloca tarotista.

De pronto, la Loca dejó de prestar atención a las fantasías futuristas patéticas y adorables del chongo. Una tibieza extraña empezó a crecer dentro de ella. No sabía exactamente dónde, pero desde su bajo vientre sentía un calor agradable que se expandía. Le tomó unos segundos darse cuenta de lo que pasaba.

El Rosarino estaba meando adentro de su culo, y el líquido la había llenado y empezaba a rebalsar, acariciándole las entrepiernas con su tibieza. Su primera reacción fue de asco. Se tensó, trató de liberarse del abrazo de su amante y sacarse la pija del orto.

Pero no pudo. El muchacho era más alto y más fuerte que ella, y la mantenía inmovilizada. Sin violencia, pero con seguridad y dulzura, le susurraba en su oído: shhhh, relajate, gordi, yo sé que te va a gustar, mamita.

Tenía razón. La resistencia duró apenas un instante. Pronto, se estaban besando apasionados mientras la pija del Rosarino, que se ponía dura de nuevo, seguía meando en el culo rebalsado. 

La Loca se abandonó al placer de la tibieza húmeda. Todos sus músculos se aflojaron y ella también soltó su meo en un chorro liberador. Los amantes chapoteaban en el líquido tibio y no dejaban de besarse, la pija del Rosarino siempre adentro del culo de la Loca, dura como una lata de cerveza y sin dejar de largar un chorro fuerte y abundante de pis caliente.

Siguieron cogiendo, besándose y meándose, sin parar. En su éxtasis inundado, parecían transfigurados en otro plano de existencia, uno de puro placer y humedad. Empezaron a flotar, no en el aire sino en el meo, que se acumulaba en el dormitorio.

Todo lo que se escuchaba era el correr del líquido, el chapotear de los cuerpos, los chasquidos babosos de las lenguas, el gemido desesperado con el que los amantes respiraban entre besos. Finalmente, el meo llenó el cuarto como a una pecera, y se oyó a los amantes tomando una última bocanada de aire antes de sumergirse nuevamente en sus bocas y, a medida que largaban el aire que habían inspirado, ir hundiéndose hasta el fondo del cuarto convertido en estanque de acuario. 

los ahogados

Si los vecinos y los servidores públicos hubieran conocido la historia entera, no hubiera habido tanto misterio. Pero la médica forense no pudo explicar lo que había pasado, más allá de identificar la causa de las muertes. Los pulmones de los dos hombres estaban ensopados en meo, como detectó en las autopsias después de separar los cadáveres, todavía abotonados por la pija parada y el culo apretado y, como anotó en su reporte oficial, todavía sonriendo.

FIN DE LOS AHOGADOS

Espero que les haya gustado. Soy consciente de que son mis primeros pasos escribiendo literatura y tengo mucho que aprender. Si alguien sabe de un taller literario en el que puedan ayudar, por favor avísenme.

Sigan leyéndome.

Hasta la próxima pinga, amig@s!

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