
El Bosque Enculeado es la tercera y última entrega de la serie sobre el Túnel de Bünker, aquel mítico backroom del Buenos Aires de los 90s.
Intro

Recuerden que en esta serie dedicada al legendario Túnel de Bunker estamos tratando de describir los hábitos de la noche gay porteña de los 90s. A lo largo de esa década, el diseño interior de la discoteca fue evolucionando, haciéndose más y más sofisticado, como reportamos en la entrega inicial.
En Río de Locas, la acción se desarrolla en la geografía del túnel que fue más duradera. Ese pasillo semicircular que absorbía huestes de maricas calientes por un lado para escupirlas por el otro no fue eterno.
La acción de El Bosque Enculeado transcurre varios años después. Debemos ubicarnos a finales de los 90s, cuando la arquitectura de Bunker ya incluía el puente detrás del escenario, y la fiesta del menemismo y la plata dulce se acercaba a su fin, aunque nadie lo supiera.
EL BOSQUE ENCULEADO
Acercándome a mis cuarenta, la discoteca había dejado de ser una cita religiosa, pero mi amigo Abel estaba en Buenos Aires. Nos habíamos conocido en un viaje a Nueva York, donde se convirtió en mi guía experto para explorar los cuartos oscuros del East y el West Village. De todos mis amigos, él era el único que seguía soltero y promiscuo, como yo.
Abel había vuelto a la Argentina, y en su primer fin de semana en Buenos Aires salimos a festejar. Compartimos una milanesa con fritas a caballo en La Farola y fuimos un rato a mi bulo para la previa. La noche de Buenos Aires nunca empezaba hasta que empezaba, y después nunca terminaba.
Entre Jack & Coke y Fernet & Cola, discutimos nuestro programa. Desde que estábamos más cerca de convertirnos en cuarentones, Contramano se había convertido en nuestra disco favorita en Buenos Aires. Sin embargo, habíamos escuchado que Bünker había construido un nuevo túnel. Mientras enriquecíamos nuestra sangre con alcohol, debatíamos. Estábamos muy cerca de Rodríguez Peña, pero ganó la disco de la calle Anchorena.
Eran casi las 4 de la mañana cuando llamamos un taxi. Llegamos en 15, tuvimos que hacer unos 20 minutos de cola y, cuando finalmente entramos, nos encontramos con el lugar repleto.
Desde el frente, se veía claramente la nueva estructura construida con grandes ventanales cuadrados detrás y arriba del escenario. Las locas se asomaban como si estuvieran en un balcón, relojeando la acción en la pista y exhibiéndose. Por suerte, esa noche no había show.
Con Abel nos escurrimos entre la multitud hasta llegar al fondo. De cerca la impresión era más fuerte. Al nuevo túnel se entraba y se salía por dos escalinatas monumentales, muy anchas en su base y que se iban angostando a medida que subían, sin dejar de ser amplias.
Subimos por la de la izquierda, del lado del baño de mujeres. El espacio era generoso, bien iluminado en el lado de las escaleras y la pista, y con más penumbra contra la pared del fondo. A esa hora había claramente dos grupos.
En los ventanales y las escalinatas estaban apostados los chicos que estaban pendientes de lo que pasaba en la pista, sacando el cuero y descansando de bailar. Había un sendero despejado detrás de ellos por el que circulábamos los que íbamos de un lado al otro del puente. Parejas y grupos pequeños poblaban el resto del espacio hacia la pared de atrás, en la semioscuridad.
Nos entretuvimos explorando los espacios entre las parejas y los grupos. Se veía mucho beso, mucho toqueteo, mucho sexo oral, pero nada más. Llegó un momento en que lo perdí a Abel. Me había enganchado en un grupo de cuatro chicos, y cuando me aparté de ellos no pude encontrarlo por ningún lado.
El lugar se estaba llenando, y su particular encanto lo convirtió en mi imaginación en un bosque enculeado. Las luces de la pista y el escenario entraban generosamente por los ventanales cuadrados y los portales de las escalinatas a los dos lados, más o menos hasta la mitad del espacio.
Las parejas, tipos que no estaban interesados en sumar terceros, cuartos o quintos, se mantenían en la parte más iluminada y generaban sombras fantasmagóricas que se proyectaban sobre el fondo semipenumbroso. Como árboles que se van haciendo más cerrados a medida que se avanza en la espesura, los grupos iban aumentando y creciendo hacia la pared. Finalmente, contra la pared estaba la zona más orgiástica, y era difícil circular.
A medida que se hizo más tarde, el DJ transicionó hacia música menos rítmica y las luces disminuyeron en intensidad. La oscuridad aumentó, y se hizo casi total en el rincón del fondo a la izquierda. La parte más cerrada del bosque enculeado creció, siguiendo la frontera entre la luz y la penumbra.
Había aprendido una lección importante en Nueva York, así que corrí para abajo a prepararme. Una vez me habían robado la billetera en el dark de una mega disco del West Side. Desde entonces, antes de zambullirme en la masa promiscua, guardaba mis cosas en un lugar seguro.
Me metí en el baño de hombres para que nadie me viera. Puse mis pocas cosas de valor dentro de la media, en la planta de mi pie derecho. No era cómodo, pero el plan no era salir de caminata.
Subí de regreso, y noté cómo en esos pocos minutos el bosque enculeado había crecido, no tanto en extensión sino en frondosidad. Ahora era un desafío caminar en toda la zona oscura, no solamente cerca de la pared.
A fuerza de empujones empecé a avanzar. Se veía muy poco pero se sentía mucho. Como si fueran machetes tajeando las malezas, me habría paso con mis hombros. De vez en cuando alguien usaba el encendedor para hacer chispas, y eso generaba unos segundos en los que algo podía verse.
Era interesante ver las dos reacciones. Los que estaban chupando algo se enojaban y puteaban; los que estábamos de cacería agradecíamos y redirigíamos nuestra exploración de acuerdo con lo que veíamos en esos relampagueos.
Me escurrí como pude entre manotazos, con la bragueta abierta y mi chota parada lista para encontrarse con quien supiera cómo tratarla. Había muy poco lugar, estábamos muy apretados, y no la sacaba para que no me lastimen.
De pronto, en unos de esos momentos en los que la luz atenuada de la pista llegaba hasta el fondo, vi a Abel. Su rostro brillaba con una belleza reconocible, con esa cara de nada, esa expresión sin máscaras sociales que nos da el placer. No podía ver qué pasaba más abajo, pero era obvio. Siempre pensé que esa debía ser la expresión de los sátiros cuando eran complacidos por las ninfas en los bosques encantados de la mitología europea, lejos de esas máscaras burlonas con que los artistas clásicos se los imaginaron.
Empecé a acercarme con mucho esfuerzo, y entonces lo vi. Los chispazos de los encendedores lo iluminaron por unos segundos, apenas a un par de metros de Abel. Un negro hermoso, con su pelo largo y rizado tipo afro resaltando en la oscuridad del fondo. Estaba en movimiento, y se detuvo justo en un lugar en el que una raya de luz de la pista aclaraba la penumbra.
En esa época era raro encontrar un negro en Buenos Aires, todavía más en un boliche gay. No pude resistir la tentación y empecé a acercarme. Mientras me aproximaba noté que de vez en cuando desaparecía por un lapso breve, y enseguida volvía a surgir con su melena africana, como esas copas de árbol que sobresalen encima del horizonte de hojas de las florestas.
Cuando estuve más cerca y entré al área semi iluminada por el hilo de luz, me vio. Nos clavamos las miradas y empezamos a aproximarnos. Finalmente, hicimos contacto y nos dimos un beso húmedo y apasionado. Metió la mano dentro de mi bragueta, me agarró la chota y me susurró en el oído “por fin, alguien que la tiene grande”. Inmediatamente se hundió en mis pantalones y empezó a chupármela.
Perdí por completo la onda orgiástica y me obsesioné con estar a solas con él. Los dos éramos populares y los tipos querían compartirnos, no había forma de evitarlo en lo más profundo del bosque. Simplemente no había lugar.
Dejó de chupármela. “Seguime”, me dijo, y me arrastró agarrándome la chota como si fuera una correa. Ya en un rincón iluminado y a solas, mientras nos arreglábamos la ropa, lo invité a que viniera a mi lugar, pero él prefirió que fuéramos al suyo. Era brasileño y estaba viviendo en el local de la peluquería de su hermana en la que trabajaba como coiffeur, a unas pocas cuadras por Avenida Córdoba. No le iba a discutir.
Por un momento pensé en despedirme de Abel, pero ya habíamos estado en esta situación cientos de veces. Nos contaríamos nuestras aventuras al día siguiente.
Nelson (que así se llamaba) y yo nos arreglamos la ropa y enfilamos para la salida. Ni siquiera teníamos que tomar un taxi, el local en el que trabajaba y vivía estaba a 10 minutos caminando. Charlamos por el camino, un poco por curiosidad sincera y otro poco para distraernos de la calentura y escapar del silencio. Tenía 22 años, era carioca, jugador de voleibol playero y estilista. Estaba en Buenos Aires para estudiar odontología en la UBA.
Cuando llegamos, el local tenía la persiana de metal baja pero sin candado. La abrió con un solo impulso y me hizo pasar. Habían instalado el negocio en un local que estaba diseñado para ventas. Entramos a un pasillo corto, con vidrieras vacías a los costados, y unos cinco metros al fondo la entrada a la peluquería. Había muy poca luz, recién empezaba a amanecer, pero se alcanzaba a ver que todo parecía atado con alambre.
Yo amagué a cruzar esa entrada, pero Nelson me dio un beso largo y me susurró en el oído, con su delicioso acento: “no hagas ruido y esperame aquí, mi hermana está durmiendo adentro”.
Lo esperé por un par de minutos que se hicieron muy largos, mientras lo escuchaba susurrar una conversación con alguien. Volvió con un colchón y sábanas, caminando en puntas de pie e insistiendo en no hacer ruido.
Empezamos a besarnos, me sacó la camisa y el pantalón, y se arrodilló para chupármela. Esta vez veía todos los detalles, su rostro masculino y hermoso, sus labios gruesos alrededor de mi chota parada, sus ojos que brillaban con voracidad y devoción mientras la lamía, la besaba, y la tragaba.
Me empujó y caí de espaldas en el colchón. Desde allí, contemplé cómo se desnudaba. Había sentido las formas de su cuerpo, pero ahora lo veía por primera vez. Su torso de atleta, oscuro y brillando de transpiración, sus piernas largas y de muslos poderosos, su chota gigantesca. Me miraba con expresión libidinosa y me preguntaba si me gustaba. Yo no atinaba a decir palabra, solamente me mordía los labios de deseo y asentía en silencio.
Se dio vuelta y me mostró sus nalgas. Altas, firmes, me invitaban a comérmelas. Me senté, pero Nelson me frenó, y me preguntó, “¿te gusta que te monten?”.
Mudo e hipnotizado, moví mi cabeza afirmativamente. No me hizo esperar, me empujó para que me acostara y se metió mi chota dura con un solo impulso, lubricada solamente con su saliva. No me dejó hacer nada. La montó de frente, de espaldas, de costado, en cuclillas, en cuatro invertida, y en toda otra posición imaginable.
Acostado boca arriba, lo dejé hacer, admirando y adorando la imagen de su cuerpo de atleta esculpido brillando de sudor con la luz de la mañana que se colaba por las hendijas de la persiana. Acabé adentro de él después de lo que se sintió como horas en el paraíso. Nelson sintió mi leche y sin sacarse la chota de adentro la exprimió como si no quisiera desperdiciar ninguna gota, apretando su argolla para bombearme con voraz meticulosidad.
Con mi último espasmo, apretando todavía más el culo para que mi chota babosa no se le escapara, comenzó a masturbarse. Su pija había estado rebotando contra mi estómago, gorda, dura, hermosa e inmensa, y en unos segundos me duchó con una acabada poderosa, que me empapó la cara.
Mi chota salió impecable, a pesar del ejercicio intenso y la profundidad a la que había llegado. Nos recostamos, abrazados y satisfechos, recuperando la respiración y el ritmo cardíaco. Después de un rato me dio un beso interminable y me pidió que por favor me fuera, porque no quería que su hermana me viera. No intercambiamos teléfonos. No nos prometimos otro encuentro. Apenas nos despedimos.
Me temblaban un poco las piernas, así que tomé un taxi por Avenida Córdoba, encandilado por el sol de la mañana de Buenos Aires. Todavía estaba transpirado y agitado, y no terminaba de procesar la experiencia. No estaba acostumbrado a no estar en control y Nelson nunca, en ningún momento, me lo había cedido. Me eligió, me culeó, y me despachó. Me quedé dormido pensando en la cara de nada de Abel en medio del bosque enculeado.
Cuando el taxista me despertó, todavía me sentía usado, descartado, y feliz.
FIN DE EL BOSQUE ENCULEADO

Espero que te haya gustado. Con El Bosque Enculeado cerramos la serie sobre el Túnel de Bunker. ¿Tenés experiencias en el Túnel que te endulzaron (o amagaron) la vida? Me encantaría que las compartieras en los comentarios.
Mientras, no te pierdas. He estado en silencio por mucho tiempo, gracias a los lectores que se comunicaron. Si les gusta cómo escribo, creo que voy a empezar a publicar con más frecuencia.
Hasta la próxima pinga, amig@s!